Fue a finales de diciembre cuando volví a su pequeña tienda. Ella no me vio entrar, y a pesar del diminuto espacio conseguí camuflarme entre las pulseras y pendientes hippies. Ella estaba atendiendo y no reparó en mí. Me acuerdo que yo llevaba una boina de pana granate al estilo garçon y probablemente por eso no me reconoció. Allí mismo un año antes habíamos fantaseado juntas sobre nuestra aventura erasmus. Planes, planes, planes. Truncados por la pérdida más dramática que puede experimentar una joven veinteañera: la muerte de una madre. Cuando leí el correo en el que me comunicaba la noticia, se me subió el estómago a la garganta. Mientras leía que se volvía de París a España, se agolparon un montón de recuerdos en mi mente. Recuerdos que no me pertenecían pero que de alguna manera me hacían más partícipe de su dolor. Veía delante de mí su album de fotos familiar, con ese viaje que hicieron a Eurodisney, los veranos en el pueblo de Córdoba, los mercadillos ambulantes antes de poner la tienda, todo el trabajo, los esfuerzos por salir adelante, el pisito en el centro, el chalé a las afueras de Valladolid. Cuando leí que su madre había muerto, vi su vida en pedacitos y sentí una enorme tristeza por la vida que le esperaba a partir de ahora y que con la responsabilidad de hija mayor aceptaría sin más. La tienda, la casa... sería una madre para sus hermanos, el gran apoyo del padre viudo. El cliente salió con un paquetito de papel que seguramente contenía unos pendientes o unas chapas y entonces me giré para que me viera y salió del mostrador donde siempre tenía los apuntes de Derecho o los artículos de la revista a medio escribir y me abrazó sin mediar palabra y así estuvimos un buen rato...
En esa
escena iba yo pensando cuando la vi esperándome en la terraza del Café Gijón. Si tú no hubieras vivido en París ni yo
viviera en Gante, nos sentaríamos seguramente bajo la caricia del aire acondicionado. Pero aprendimos a custodiar el sol español
como si de un tesoro se tratara. Las
nubes de agosto nos libran momentáneamente de la canícula. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? Hacer esa pregunta ya indica lo suficiente
pero en el fondo estamos casi iguales, bueno yo te veo un pelín más rellenita, será
por la buena vida que te pegas ahora en los madriles. Implecable, con vestido (¡cómo no!) y
sandalias de poquito tacón, pelo suelto y acaracolado en las puntas. Yo siempre
fui más de pantalón aunque el toque hippy universitario se haya ido diluyendo
por el camino... No me sorprendería que
me recibieras con alguna inédita historia literaria del Café Gijón...
¿recuerdas el recital a los poetas malditos? Hiciste tu aparición en la
oscuridad del Aula Triste del Palacio Santa Cruz tocando una castañuela y
vestida de flamenca para recitar a Lorca. Aún conservo una foto nuestra de
aquella velada, yo, con el pelo corto, sujeto un libro de Charles Bukowski y tú
acaricias con los dedos un clavel rojo.
Nos abrazamos casi tan fuerte como aquella
noche de diciembre en tu pequeña tienda.
Yo pido café con hielo y tú agua mineral y entonces no aguantas más y me
dices sin preámbulos que vas a ser madre y qué sorpresa porque yo también pensaba
decirte que voy a serlo de nuevo, es una maravillosa coincidencia el hecho de
que nuestros hijos vayan a nacer en el mismo año y como no podía ser de otra
manera empezamos por hablar de eso y dejamos la agenda literaria y política a
un lado. Y nuestra charla en el Gijón es
tan intensa que allí nos sorprende la noche y hasta nuestras bebidas se
calientan.
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