29 de septiembre de 2011

Temps pour nous

Me acuerdo de cuando venías a buscarme a la salida. Si la felicidad son momentos, ése era uno de ellos. Cada viernes, en el mismo lugar y a la misma hora, el entorno no podía ser más idílico, el jardín de los cisnes de Brujas. Ese viaje a casa era nuestra porción de “quality time”. Volverme en tren y llegar más tarde nos habría arrebatado esa charla preciosa al final de la semana. El año pasado yo también fui a buscarte a ti. Incluso te llevaba al trabajo. Compartíamos el coche. Levantarme me costaba, tengo que reconocerlo, pero luego una vez en camino, me gustaba. Fantaseaba con la posibilidad de cómo sería si trabajáramos juntos. Por la tarde yo daba clase hasta las cuatro y después me ponía en carretera hacia ti. Iba siempre muy feliz a buscarte, adrenalina del tipo viernes por la tarde, emoción del reencuentro (téngase en cuenta que no nos veíamos mucho a diario por motivos de trabajo). Pero en aquel entonces teníamos mucho tiempo para nosotros a pesar de los horarios y del trabajo. Extraño de entender, ¿verdad?. Después ampliamos la familia (a nosotros dos siempre nos gustó llamarnos la familia, aunque fuéramos dos), se amplió nuestro amor a uno más y nuestro tiempo se dividió como una caja de quesitos. Ahora todo gira en torno a nuestro ser más querido y nos cuestra encontrarnos entre tanto obstáculo que se empeña en ponernos en medio la rutina. Necesitamos volver a encontrarnos de verdad como novios, recuperarnos, reconocernos, pero no siempre es fácil: no sólo la vida cambia, también nosotros mismos, ya lo decía Heráclito. Quien tenga hijos sabrá de lo que hablo. Puede que haya armonía como papás de la criatura, como compañeros que comparten una vivienda, como amigos que se cuentan los pormenores del trabajo, etc, pero se extraña la dualidad única y cómplice y no deberíamos resignarnos sin más a no tenerla (aunque sea cuando nuestro ser más querido se va a la cama).
La falta de tiempo, la rutina, el estrés también hace a veces que sin querer, dañemos a nuestro ser amado, precisamente por ser el que más cerca está. Debiéramos cuidar más de nuestra media naranja, sí, a pesar de los años y de los niños, no valen las excusas, tendríamos que mimarnos como al principio. Debería ser una obligación.
Cariño, si a veces te he herido por el cansancio, perdóname. Si te abrumo con mis malos humores y mis quejas, lo siento. Yo también te perdono de antemano si pasas por mi lado y no me ves como yo quiero que me veas, si me das un beso alguna vez sin mirarme fíjamente a los ojos. Por ser tú, te lo perdono todo.
Ojalá te asomes alguna vez a esta habitación mía y leas estos pensamientos. Dejaré la puerta entornada...

27 de septiembre de 2011

Galopa caballo, jinete del pueblo que la tierra es tuya

Siempre es impactante conocer a la persona más allá del personaje. Eso me pasó el sábado al conocer a Paco Ibáñez. Yo había leído tantas veces su nombre en la cajita de la cinta de casette que mi madre conservaba en el cajón del salón de casa. Su voz, profunda como si saliera del fondo de la tierra o más bien, del fondo fondo de nuestra historia. El escenario rojo y negro, quizá un guiño anárquico-comunista. Una silla, una guitarra y su voz. El entorno no podía ser más bello: el teatro antiguo de Brujas. Iba contando en francés anécdotas y explicaciones de cada uno de los poemas a los que ponía voz y entre col y col alguna lechuga biográfica bañada con ironía, sarcasmo. Su infancia entre el País Vasco y Cataluña, su juventud parisina, su alma andaluza, su amor por el cante jondo... Pero lo que más me sorprendió fue descubrir que este hombre de 75 años, exiliado, expatriado como tantos de los que le estábamos escuchando, no hubiera cambiado ni un ápice su espíritu contestatario y subversivo. Era su intención además de cantar poesía remover conciencias y lo consiguió. Y eso que no siempre estaba de acuerdo con sus postulados. Con algunos de los poemas uno tenía la sensación de ser parte de un mismo universo, algo que para los expatriados es tan difícil de sentir aquí. Con otras poesías me acordé de personas concretas, empezando por mi madre, como no, con la Canción Desesperada de Neruda que tantas veces de jovencita escuché. De Laura, cuando entonó romances de Lorca y entonó eso de Córdoba lejana y sola. De Gloria, y de los andaluces de Jaén, aceituneros altivos... Sé que os hubiera gustado compartir ese momento universal que os describo, ese pertenecer a un ideario y un sentimiento común. Pensé en mí misma, tocando la guitarra (¿dónde fue a parar?) en mi casa durante una de mis soledades o en la iglesia; sobre el escenario en la despedida del verano en Angoulême (¿sabes Gloria que todavía tengo colgado en mi habitación de El Burgo lo que me escribiste después de aquella noche?) y en el chalé de mi amiga a las afueras de Valladolid, cómo olvidar aquel fin de semana mágico Laura, magnífica anfitriona y “mecenas” mía J . Fíjate, creo que esa fue la última vez que toqué de ese modo, hace casi ya 9 años...
Los aplausos le llovían a Paco Ibáñez entre canción y canción, tanto que debía de estar preguntándose cómo era posible esa afición en un lugar tan lejano como Brujas... pero es que tenía enfrente a un público a la altura, los estudiantes de español de la escuela municipal de Brujas, a la sociedad más progresista de la ciudad, profesores de español y españoles expatriados en Bélgica y otros países vecinos. El público belga fue, aún así, un poco soso y retraído. El artista nos pidió en varias ocasiones que cantáramos con él y as lo hicimos, qué bonito. Al final, hizo amago de terminar el concierto pero los españoles nos lanzamos juntos al grito de “otra”. Cantamos juntos “a galopar”. Después de dos o tres bises, no exentos de anécdotas por medio, se fue del escenario con un ramo de flores entre las manos. El público le despidió levantado del asiento. Glorioso.
Después decidimos ir a buscarle por la puerta de atrás. La espera mereció la pena. Charlar con él, hacernos fotos, firmarnos el cd. Le despedimos con un “¡salud!” y tras mover su mano como temblorosa a modo de saludo, cogió su guitarra enfundada y se metió en la cantina de enfrente.
Las tres espectadoras amigas teníamos la sensación de haber sido parte de algo importante. Y creo que así fue.

14 de septiembre de 2011

Bailar con el más feo

Seguro que más de una os reconoceréis en esta historia: La verbena de las fiestas de un pueblo, tocan pasodoble (u otro baile, no importa), los mozos sacan a las mozas a bailar y a mí para variar, no me saca nadie...y menos él, que no está o al menos no le veo. Una vez me sacó a bailar, ese momento fue el más feliz de mi vida, como si el mundo se hubiera parado en ese instante y yo ya ni tan siquiera escuchara la música tocando porque mis sentidos sólo funcionaban para verle, olerle, tocarle, besarle. El resto de veces que bailé con él lo hice en sueños, eran incluso mejores esas veces, porque todo era más intenso, más largo...pero ahora estoy en la verbena y después de un rato me saca a bailar el más feo, mis sentidos se concentran en los acordes musicales y en el resto de parejas, mi mirada está ausente. Bailar con el más feo, el que siempre está ahí para ti, aunque tu corazón no dé un vuelco por él. El feo simboliza la seguridad, la certidumbre. Después de unos años yendo a la verbena y bailando con el más feo, te decides por él, cansada de esperar a tu príncipe azul. Justo cuando te has decidido, ¡oh, no dios mío!, no puede ser, ¿es él? ¿viene hacia mí? Si tú me dices ven lo dejo todo, como en la canción. Pero todo todo. Dejo al feo, la verbena y lo que haga falta. Ese subidón de adrenalina, ese vuelco del estómago y del corazón. Quiero dejarme llevar o que me lleve. Entonces se acerca hacia mí, el feo ya no existe porque nadie más existe, sólo nosotros, ni la música importa demasiado porque estoy entre los brazos del chico más guapo del pueblo. Y lo dejo todo. Aunque sepa de antemano que él no estará ahí para mí, que es sólo un ratito, que después del pasodoble sonreirá y quizá me besará fugazmente y me dejará allí esperando hasta la próxima vez.
Esta es la sensación del interino por estos lares. Cuando ya te has hecho a la idea de que tendrás esto o lo otro, aunque sea poco, aunque sea lejos. Cuando ya te has resignado a bailar con el más feo, viene el otro a ponerlo todo patas arriba. Viene otra oportunidad. Aparece la adrenalina, el deseo, el vuelco en el estómago... ¿si tú me dices ven lo dejo todo?

11 de septiembre de 2011

Números (en la cuesta de septiembre)

Septiembre es un mes lleno de números: la vuelta al cole vale tanto, en la escuela llevamos no sé cuántas inscripciones, vamos a impartir tantos cursos,calculamos que tendremos tantos alumnos, a tantas horas y tantos cursos: tanto dinero que cobrarás. Estadísticas. El curso anterior tantos, y hace dos tantos otros y en la otra escuela no sé cuantitos.
Leí este verano en un artículo de psicología de El País Semanal que en nuestra sociedad actual corremos el riesgo de dejar nuestra felicidad a merced de los números. Y creo que llevan razón. Damos más significado a los números de la que lo tienen. Si tuviera unas horas más de trabajo, unos miles de euros más... ¿pero realmente esa cifra puede decidir nuestro equilibrio emocional? En principio sí porque estamos programados para ello. El fulanito gana esto (o está montado en el dólar, frase estrella del verano en España en contraposición con el que está montado en el burro del desempleo, ésta última es cosecha mía), los beneficios de no sé qué, la subvención de no sé cuánto...No quiero parecer frívola porque el dinero y los números importan, claro, para nuestra existencia o supervivencia incluso, pero no me obsesionan, lo confieso. Mi mente no está diseñada ni para el cálculo ni para la matemática en general. Por el contrario a mi marido y a mi suegro les divierte pasar el rato juntos calculando. Es increíble lo que disfrutan, con qué emoción lo hacen. Ejemplo: la empresa de mi marido ha conseguido este mes no sé cuánto de beneficio, guau, o sea que en dos meses tanto, en seis tanto, en un año tanto y en diez años...la calculadora humana. Mi marido y yo deberíamos ir juntos al programa Saber y Ganar, nos complementaríamos J.
Bueno, a lo que iba, que demasiados números por todas partes.
Dice el subtítulo del artículo “no midamos el éxito solo en función de una cifra”. ¿Cuántas horas tienes este año? Es una pregunta corriente entre profesores aquí por estas fechas. Las horas te las van dando, en esta escuela y en la otra y en la otra porque cada vez es más difícil conseguirlas todas (20, ¡maldición una cifra!) en el mismo lugar. Mientras estás en estas semanas de incertidumbre (tendré más horas, se llenarán las clases) parece que todo pende de un hilo numérico. Pero en parte es así, menos horas, menos trabajo, menos sueldo, menos consumo, menos...pero he de reconocer que lo numérico ya campa también en mi frustración personal (por qué después de X años trabajando tengo X horas de trabajo y por lo tanto gano X, ¿a caso no me esfuerzo lo suficiente? ¿es que no soy una buena profe? Y si lo soy, ¿por qué no se me recompensa? ¿por qué? ¿por qué?...). La existencia o ausencia de esas horas de trabajo no debería hacerme dudar de mis capacidades, de mi éxito personal, sólo hay que ver las muestras de cariño y agradecimiento de los alumnos cada año, el reconocimiento de ellos y de compañeros y jefes...pero está claro que eso sólo no basta ni para estar en paz con los números ni con uno mismo. Lo que estoy pidiendo a grito es una cosa que se llama ESTABILIDAD LABORAL y el estado, del que depende la enseñanza de adultos, está visto que de momento no me lo puede proporcionar.
¡Uy! Llevo ya no sé cuántos minutos escribiendo, tengo que terminar.