Deberían
prohibirlo. El día después. La casa fría
y las maletas deshechas. Un antiguo demonio
mío empieza a hacerse un hueco en el estómago y me paraliza. ¿Por dónde empezar? ¿comida, colada o compra?
Afuera está cayendo el diluvio universal.
El madrugón no ayuda en este viernes de luto en el que todo parece
perdido. Uno ya no sabe a qué mundo
pertenece. ¿Qué significan “allí” y “aquí”? El día de después es una tierra de nadie para
los que se van y para los que se quedan.
Me asomo al espejo y me fijo en el corte de pelo made in Spain. Una a veces necesita volver al origen de
todo. La sensación cuando aterrizas allí
es indescriptible. El primer café café
que te tomas, la barra de pan, la caña con torrenillo. El día que dura más de
veinticuatro horas, el sol de invierno que calienta el alma, las visitas intempestivas,
los planes inesperados, las amistades legendarias que caben en el hueco de una
mano y que sobreviven a la distancia y al tiempo como piedras marmóreas. La charla que antes alargábamos en un bar,
ahora la estiramos en un paseo de camino al pediatra. La Navidad es allí más Navidad. Volver a casa, a dejarte cuidar, aunque sea
por una semana. Olvidar que vivimos en
otro país que cada día nos es un poco menos extraño, solas ante el
peligro. Dejarnos querer, cocinar,
mimar, dejarnos ser hijas pequeñas a pesar de que nosotras mismas seamos ya
madres. Qué bien que allí algunas
cosas no cambien, por ejemplo nuestro apego a las tradiciones más familiares y a la comida
más nuestra, que no me quiten la tortilla de patata de mi madre al llegar de
viaje, el jamón serrano recién partido.
Pero
después de haber vuelto a allí toca
volver a aquí y así nos pasamos la vida las que hemos elegido vivir entre dos
mundos, entre dos yos, en la paradoja de nunca saber cuál es el aquí y el allí realmente
en este juego maravilloso y macabro que nos permite o nos condena a esta
dualidad, a esta mañana de luto, a este viernes de dolores con sabor a turrón
de chocolate Suchard.
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