27 de agosto de 2012

Vuelta al país de las arañas


Había perdido la costumbre.  Se había ido quedando rezagada entre los quehaceres y la pereza.  Y el cansancio antes de dormir le había arrebatado su hegemonía nocturna.  Leer.  Un libro.  Ese amigo que te acompaña allá adónde vayas y te sientas como te sientas.  Un buen libro.  Maticemos.  El que te engancha hasta el punto de robarle media hora a la siesta y quitarle horas a las series de televisión.  Primero la Malena de Almudena Grandes.  Con la historia familiar de Malena y Reina clausuré el curso escolar, fue mi aire acondicionado en las cálidas noches de junio y mi consuelo y arrullo en el camastro de hospital durante los días que Amélie estuvo ingresada.  Malena y yo soñamos con mi segundo retoño y nos imaginamos cómo sería.  Después de eso abrí un libro de Frida Kahlo y me di cuenta que la mujer tendida en la cama era yo.  De vacaciones en mi pueblo cogí un libro de la biblioteca municipal:  La guerra de mi abuelo, ¿cómo es que nunca me canso de leer libros sobre la guerra civil? Alterné esta lectura rápida con la de los suplementos y la prensa diaria, placeres para los que por lo general no reservo mucho tiempo. Y la vuelta al país de las arañas la animé con la genial Asa Larsson (Aurora boreal).  La trama y prosa rápida me engancharon y desde que lo acabé sueño con viajar a la nieve perpétua, a esa cabaña en la que chisporrotea la lumbre y por los cristales se adivina la tormenta solar multicolor.  Sueño que ceno en una gran mesa de madera albóndigas de carne de alce y puré de patatas.  Después un café con galletas de jenjibre escuchando las historias del viejo Sivving.  Un perro lanudo descansa a mis pies.  Antes de dormirme evoco esa blanca verde oscuridad y cuando quiero darme cuenta, ya estoy dormida.  Qué placer.

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