Había
perdido la costumbre. Se había ido
quedando rezagada entre los quehaceres y la pereza. Y el cansancio antes de dormir le había
arrebatado su hegemonía nocturna.
Leer. Un libro. Ese amigo que te acompaña allá adónde vayas y
te sientas como te sientas. Un buen
libro. Maticemos. El que te engancha hasta el punto de robarle
media hora a la siesta y quitarle horas a las series de televisión. Primero la Malena de Almudena Grandes.
Con la historia familiar de Malena y Reina clausuré el curso escolar,
fue mi aire acondicionado en las cálidas noches de junio y mi consuelo y
arrullo en el camastro de hospital durante los días que Amélie estuvo
ingresada. Malena y yo soñamos con mi
segundo retoño y nos imaginamos cómo sería.
Después de eso abrí un libro de Frida Kahlo y me di cuenta que la mujer
tendida en la cama era yo. De vacaciones
en mi pueblo cogí un libro de la biblioteca municipal: La
guerra de mi abuelo, ¿cómo es que nunca me canso de leer libros sobre la
guerra civil? Alterné esta lectura rápida con la de los suplementos y la prensa
diaria, placeres para los que por lo general no reservo mucho tiempo. Y la
vuelta al país de las arañas la animé con la genial Asa Larsson (Aurora boreal). La trama y prosa rápida me engancharon y desde
que lo acabé sueño con viajar a la nieve perpétua, a esa cabaña en la que
chisporrotea la lumbre y por los cristales se adivina la tormenta solar
multicolor. Sueño que ceno en una gran
mesa de madera albóndigas de carne de alce y puré de patatas. Después un café con galletas de jenjibre
escuchando las historias del viejo Sivving.
Un perro lanudo descansa a mis pies.
Antes de dormirme evoco esa blanca verde oscuridad y cuando quiero darme
cuenta, ya estoy dormida. Qué placer.
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