Para que mis
allegados, condenados
a un ingrato futuro,
no sufran lo que he sufrido, he decidido
no dejarles ni un duro,
sólo derechos de amor,
un siete en el corazón y un mar de dudas.
a un ingrato futuro,
no sufran lo que he sufrido, he decidido
no dejarles ni un duro,
sólo derechos de amor,
un siete en el corazón y un mar de dudas.
Joaquín
Sabina, A mis cuarenta y diez
Querida Nathalie, querida Esther:
Fue en
un mes de diciembre. Recuerdo la llamada
anunciando lo irremediable, era un domingo por la tarde. El agolparse de los pensamientos que no te
dejan pensar, el millón de cosas por hacer, el peso de la vida y del destino,
la gravedad de los acontecimientos que casi no te deja levantarte del
suelo. Cuando recibí la noticia, estaba
en Valladolid en mi piso de estudiantes.
Pasamos la noche en vela.
Sabíamos que lo enterrarían al día siguiente y que sería una noche y un
día muy largos. Mi amiga Sara y yo
hicimos un velatorio improvisado. Ella
escuchándome, como siempre, recordando momentos, hablando de su vida que no
siempre fue digna. Pero en esos momentos
me contenía una pena, fuera como hubiera sido, era mi padre y había
muerto. En un momento determinado la luz
del salón empezó a parpadear y a mí me pareció una señal, un guiño suyo. Por la
mañana salimos temprano acompañados por la escarcha y por el sol invernal que
casi nos cegaba los ojos. Un amigo con
una furgoneta prestada nos llevaba a darle el último adiós. Íbamos los tres sentados delante y en
el casette, cómo no, un disco de Sabina.
Pusimos la canción que más representaba ese momento y que a él le
gustaba, porque también a mi padre, como a Sabina, le gustaba reírse de la
muerte. Y ahí, en la carretera, con los
acordes de A mis cuarenta y diez, nos
despedimos de él, a nuestra manera.
Cuando le vi en el tanatorio, me pareció que se estaba riendo y pensé
¡tiene huevos! Éste todavía se está descojonando de todos nosotros... Así era
él. Se burlaba hasta de sí mismo.
Le
había visto por última vez el fin de semana de mi cumpleaños, había venido a
celebrarlo conmigo a Valladolid. Le dije
adiós en un autobús, Sara y yo nos bajamos en el Burgo y él seguía hasta
Zaragoza. Estaba haciendo de las suyas,
tapándose con la cortina del autobús y diciendo juramentos porque había uno
roncando. ¡Papá! Adiós, buen viaje.
La
memoria es selectiva y nos ayuda a deshechar los recuerdos que nos hacen
daño. Las imperfecciones, los errores,
el dolor. Luego recordamos lo bonito. Como cuando tienes que rebuscar en sus
efectos personales y decidir lo que guardas y lo que tiras.
¿Os
cuento algo?: los sueños organizan citas con los seres queridos a los que no
vemos. El único fallo es que nunca son
como queremos sino que son caóticos pero allí nos reencontramos y revivimos las
caras, los olores.
Querida
Esther, qué pena no poder haberte dado un abrazo muy fuerte, haber estado allí.
Mi madre me dijo que la ceremonia fue muy emotiva y que la Catedral estaba
llena. Uno se acuerda toda la vida de la
gente que te acompañó ese día. Te
acompaño en el sentimiento, lo sabes.
Cuántas veces he bajado a tu casa de la catedral a tomar un café y
charlar. Cuántas veces ha pasado tu
padre por la Calle Mayor mientras íbamos de paseo. Sé que ahora tendrás además de pena, cansancio.
Como te conozco sé que habrás estado ahí al pie del cañón hasta el
último momento. Eres una persona auténtica, tienes los pies en la tierra y el
corazón con Dios y eso te ayudará a hacerlo más llevadero. Ojalá que pronto recuperes la sonrisa
(platánica ;-) que tanto te caracteriza.
Querida
Nathalie, nos conocemos hace pocos años pero ya te tengo mucho cariño y todo por
tu maravillosa forma de ser. El verte
tan triste el otro día me rompía el corazón.
Nunca se está preparado para algo así.
Fue un honor poder acompañarte y conocer a tu familia y ver cuánta gente
que te quiere quiso estar contigo.
Todavía me acuerdo del aquel almuezo el año pasado en el Al Capella, en
el que nos contamos la vida mientras fuera caía el diluvio universal. El dolor, las noches en blanco, el llanto
súbito, pasará. Y toda la gente que te
queremos vamos a ayudarte.
Los días después de la muerte de mi padre, a veces me descubría a mí misma llorando antes de acostarme, cuando llegaba un momento de calma, de silencio. Nos damos cuenta de que la vida es un préstamo y estamos de paso y que tenemos que aprovechar cada instante en el que se nos permite ser felices.
Mi
padre. Os aseguro que era todo menos
perfecto. Pero era mi padre. Y dicen que las hijas se parecen a los
padres, ¿no?
Un
abrazo de corazón,
vuestra
amiga.