Aunque este relato es ficción, está inspirado en una historia real.
Begoñas, azaleas, geranios, lirios, petunias...en el
vivero de Lochristi no sabe por dónde empezar. Se las llevaría todas. Además es mayo y todo se vende. Los aromas del vivero la hipnotizan y se queda
un rato con la mirada fija en las rosas naturales, con corolas enormes, tallos
infinitos y espinas puntiagudas. Las
blancas siempre han sido sus favoritas. Una rosa blanca, natural y solitaria,
sin envoltorios ni ornamentos, es lo más bonito que hay, piensa en voz alta.
Hace mucho que nadie le regala una rosa de ésas el segundo domingo de mayo.
“Siento no haber hecho los deberes”, le dice con una
timidez infantil a la profesora de español.
“Este mes es una locura.
Empezamos en la tienda con el uno de mayo, luego el día de la madre, las
comuniones...la verdad es que vengo a clase para desconectar y relajarme, así
que no me preguntes nada difícil porque estoy en otra galaxia”. Durante los descansos, ella y su compañera
Berlinde suelen llevar la voz cantante en las tertulias del grupo. Pero hoy Ana María está más callada que de
costumbre. Escucha lo que dicen los
otros con la vista perdida en algún punto de la barra de la cafetería. Cuando la profesora le pregunta ça va?, ella hace una mueca graciosa,
como quitándole importancia. ça va...
No fue fácil mantener la compostura durante aquel
descanso. Escuchar las historias de las madres y abuelas allí presentes. Porque
ese día no le parecían sus compañeras de clase, todas se volvieron de repente
eso, madres y abuelas. Y que conste que
generalmente lo lleva bien, pero hoy, estando tan cerca el día de la madre,
duele mucho. Escuece. Hay días en que la distancia duele como una
espina que arañara sus entrañas. Las dos
distancias, la kilométrica y la distancia insalvable de lo no dicho. Antes de que su hija lo abandonara todo, trabajaban
juntas en la tienda. Durante el mes de
mayo fantaseaban con los viajes que harían durante el cierre anual por
vacaciones. Cada año, por el día de la
madre, después de cerrar, su hija le
dejaba una rosa blanca sobre el mostrador con una nota. Luego iban con papá a cenar los tres
juntos. Un verano se fueron los tres de
vacaciones a Egipto. Allí lo conoció. Después meses de cartas y llamadas. Y un día, un sobre en el mostrador tratando
de explicar lo inexplicable. Desde
entonces a hoy, silencio.
Nunca ha sido muy creyente. Sentada en el banco de la pequeña iglesia del
pueblo a la que no entraba desde niña, tararea una canción. Venid y
vamos todos, con flores a María, con flores a María, que madre nuestra es... Mira a la virgen de madre a madre buscando
respuestas que no existen. A veces se
imagina que su hija ha muerto. Se
consuela así, sin esperar ya nada. Aunque
sabe que es un pensamiento terrible, es la única manera de encontrar un poco de
paz.
Begoñas, azaleas, geranios, lirios, petunias ... Es tarde
y hoy ha sido un buen día, a pesar de todo.
Han vendido mucho, se ha dado bien.
Piensa que no va a recoger la tienda hoy, que ya lo hará mañana muy
temprano, porque está agotada, le duelen las manos, los pies, la espalda. Se sienta un momento en un taburete de la
trastienda. En la mesa de madera donde
hace los ramos advierte la rosa blanca.
El corazón le da un vuelco. Intenta
quitarse esa súbita ilusión de la cabeza.
Se frota los ojos y vuelve a mirar bien.
Hay una nota atada al tallo con una cuerdecilla. Antes de que acierte a
levantarse de la silla para cogerla, alguien le tapa los ojos. Son dos manos suaves y tibias. Ana María expulsa un suspiro inmenso. Cree que se va a desmayar de la emoción. Le falta el aire pero aguanta. Su hija le susurra al oído: felicidades, mamá.