31 de agosto de 2014

El viejo profesor


Me pareció reconocerle de lejos pero su indumentaria me despistó en un primer momento, lo recordaba enfundado en su traje de invierno de pantalón sastre, chaqueta y corbata.  Estaba sentado en un banco de la plaza, llevaba bermuda y camisa de verano, gafas de sol y un gorrito azul celeste que le daba un aire infantil.  No estaba segura de si me reconocería él a mí, es más fácil recordar a tus profesores que al contrario.  Me senté a su lado sin decir nada.  Después de unos instantes y sin mirarme, me dijo en inglés:  How are you doing?  Le respondí en el mismo idioma y empezamos una divertida conversación ajena a los chismes y banalidades de los otros ancianos.  Fue divertido un reencuentro así.  Después de un rato se despidió See you soon! Se  levantó y renqueando se  fue alejando despacito entre la gente.  Le recordaba más alto o quizá es que yo era más pequeña.  El profesor que nos hacía examen de canción.  El que nos mandaba cantar Corre corre caballito, trota por la carretera  ya no pasea erguido y se resiste a utilizar bastón.  El que nos decía palabras en alemán, nos castigaba de rodillas junto al pupitre y nos levantaba tirándonos de la oreja.  Eran claramente otros tiempos en la escuela que aún llevaba el nombre de un general franquista.  Le admirábamos por todo lo que sabía, le teníamos respeto e incluso un poco de miedo.  Aún recuerdo el crepitar del suelo de madera al paso de sus zapatos mientras anunciaba un dictado.  Un profesor de los de antes, de los que había que llamar de don.  Al tiempo que me alegraba de aquel inesperado reencuentro, pensé de pronto lo ingrata y mezquina que es la vejez.  Cuando se siente al sol en Madrid, donde pasa el invierno con sus hijos, en un banco del parque, nadie le mirará y dirá que ahí está Don Leocadio. Nadie se percatará de la biblioteca infinita que se esconde bajo ese gorrito pueril.  Aquí, en su pueblo, donde todo el mundo sabe quién es este viejo profesor, parece como si le gustara ser un misterio entre sus paisanos, sin hacer alardes fuera de tono.  Ése es el mérito de los hombres inteligentes.
El viejo profesor casi desaparece de mi campo visual tarareando una canción que me devuelve a ese aula de escuela de pueblo de mi infancia: en lo alto de aquella montaña, yo corté una caña, yo corté una flor...

Feliz curso escolar a todos mis compañeros profesores y a todos los alumnos que empiezan mañana.

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