Me
pareció reconocerle de lejos pero su indumentaria me despistó en un primer
momento, lo recordaba enfundado en su traje de invierno de pantalón sastre,
chaqueta y corbata. Estaba sentado en un
banco de la plaza, llevaba bermuda y camisa de verano, gafas de sol y un
gorrito azul celeste que le daba un aire infantil. No estaba segura de si me reconocería él a
mí, es más fácil recordar a tus profesores que al contrario. Me senté a su lado sin decir nada. Después de unos instantes y sin mirarme, me
dijo en inglés: How are you doing? Le
respondí en el mismo idioma y empezamos una divertida conversación ajena a los
chismes y banalidades de los otros ancianos.
Fue divertido un reencuentro así.
Después de un rato se despidió See
you soon! Se levantó y renqueando
se fue alejando despacito entre la
gente. Le recordaba más alto o quizá es
que yo era más pequeña. El profesor que
nos hacía examen de canción. El que nos
mandaba cantar Corre corre caballito,
trota por la carretera ya no pasea
erguido y se resiste a utilizar bastón.
El que nos decía palabras en alemán, nos castigaba de rodillas junto al
pupitre y nos levantaba tirándonos de la oreja.
Eran claramente otros tiempos en la escuela que aún llevaba el nombre de
un general franquista. Le admirábamos
por todo lo que sabía, le teníamos respeto e incluso un poco de miedo. Aún recuerdo el crepitar del suelo de madera
al paso de sus zapatos mientras anunciaba un dictado. Un profesor de los de antes, de los que había
que llamar de don. Al tiempo que me
alegraba de aquel inesperado reencuentro, pensé de pronto lo ingrata y mezquina
que es la vejez. Cuando se siente al sol
en Madrid, donde pasa el invierno con sus hijos, en un banco del parque, nadie
le mirará y dirá que ahí está Don Leocadio. Nadie se percatará de la biblioteca
infinita que se esconde bajo ese gorrito pueril. Aquí, en su pueblo, donde todo el mundo sabe
quién es este viejo profesor, parece como si le gustara ser un misterio entre sus paisanos, sin hacer alardes
fuera de tono. Ése es el mérito de los
hombres inteligentes.
El
viejo profesor casi desaparece de mi campo visual tarareando una canción que
me devuelve a ese aula de escuela de pueblo de mi infancia: en lo alto de aquella montaña, yo corté una caña, yo corté una flor...
Feliz
curso escolar a todos mis compañeros profesores y a todos los alumnos que empiezan mañana.