Los
veranos de muchas personas de mi generación eran de la siguiente manera: te
daban las vacaciones en la escuela y con las notas en la mano te ibas a comprar
el chocolate de la noche de San Juan. A la luz de una hoguera nos sorprendía la madrugada al lado del río, fumando los primeros cigarrillos sobre unas lonas
viejas y el brazo del primer amor librándonos del frío. El mes de julio era el piscinero. Comprar
el bono de la piscina era como sacarse el pasaporte a un viaje de bikinis,
libro a la sombra de un sauce y crema solar.
Si nos quedábamos a comer nos llevábamos el bocadillo de tortilla de
chorizo. Las tardes eran de paseos interminables que empezaban en un banco de
la plaza y podían terminar bien entrada la noche en cualquier lugar escondido del
parque de la arboleda. Después agosto
emoción. La llegada de los amigos del verano, las preparaciones de la peña, las
ansiadas fiestas populares. A finales de agosto el verano les pillaba a algunos apurando en la biblioteca pública
los apuntes de alguna asignatura cateada y a la salida nos reuníamos todos en un
banco y más adelante en una terraza. Días
y noches sin fin, hacer mucho no haciendo nada, ser y estar.
Hoy
muchos se lamentan por no poder (otro año más) ir de vacaciones (entiéndase por
esto viajar a algún sitio, alojarse en un hotel...). Aquí algunos, cuando les dices
que te vas a tu pueblo de vacaciones, te miran con cierta compasión. Cuántas generaciones de
gente han pasado sus veranos en el pueblo, saboreando el lujo del tiempo libre, la
libertad, la amistad, el amor y la familia y no pasaba nada (en realidad pasaba
mucho, ¡la vida misma pasaba!). Y no
había crisis entonces. Era simplemente así. Yo fui dos veranos de vacaciones con mi madre
y los que no iba pues no pasaba absolutamente nada. Y créanme: había muchísima
gente que nunca iba de vacaciones. Y no era para tanto.
Llegamos
a veces a un punto en el que el plan para las vacaciones pareciera una
competición a ver quién se va más lejos: Argentina, Islandia o la Conchinchina.
Y si es varias veces al año mejor. Oye,
y qué bien cuando se puede, pero no siempre se puede (ni se podía) y no es tan
grave.
Os
cuento mi plan: este verano me voy de viaje a los fiordos noruegos con una
novela de Asa Larsson. También visitaré Las
venas abiertas de América Latina de la mano de Eduardo Galeano desde la
piscina de mi pueblo o desde la cama a la hora de la siesta. Y tan contenta.